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Gato encerrado

Gato encerrado

En bata, pantuflas y con un toallón mojado en la cabeza, “la Colorada” irrumpió en el consultorio. “La Colorada” era una vecina nueva, grandota, pecosa, con ojos dorados y pelo naranja. — ¡Venga rápido, doc. ! — Me gritó, y mientras me sacaba a los empujones, explicó — Un coche agarró a un gato.Si un gato no se va corriendo del lugar del accidente, es porque la cosa es grave, pensé. A mitad de cuadra me hizo entrar al edificio nuevo, donde ella vivía.En la cochera, unas diez personas rodeaban a un Fiat blanco con el capot abierto. Unos maullidos lastimeros se mezclaban con sonoras palabrotas. El grupo de vecinos se abrió en dos y me permitió llegar, los maullidos provenían de las profundidades del motor. En un instante me di cuenta de lo ocurrido: los gatos buscan el calor de los motores recién apagados; pasan la noche y se van temprano. Pero ese día, cuando el conductor puso al auto en marcha, alguna parte del motor atrapó al gato, inmovilizándolo, antes de que pudiera escapar. Imaginé el sobresalto del hombre que, al escuchar el grito, había atinado a detener el motor, pero al abrir el capot y comprender que el gato no salía porque no podía zafarse, estalló.— ¡Saquen a este gato de acá! ¡Y justo hoy que tengo una entrevista en el centro! — aulló de impotencia.

Era sábado y era enero, así que se aprovechaba para dormir un poco más. Muchos bajaron en pijama o a medio vestir. Varios hombres se rascaban la cabeza mirando el interior del motor, mientras que las mujeres se compadecían del gato. El animalito, con los ojos desorbitados pataleaba en 360 grados como un ventilador enloquecido. Yo informé al grupo que lo primero sería sedarlo y después veríamos cómo se podía hacer para liberarlo. En un segundo ya lo había inyectado y pudimos entender el problema: una correa de goma gruesa había tomado un pellizco como de diez centímetros de la piel de la espalda y la tenía apresada en la corredera de una rueda.

Ahora el gato blanco y negro colgaba fláccido, retenido entre la goma y el metal.— ¡Usted! ¡Saquemé de ahí a ese gato de miércoles, qué son las nueve y ya no llego!— me ordenó el del auto, cada vez más desesperado. — Hay que cortar la correa, hace falta un alicategrande, de taller— expliqué— ¿Está loca? ¡Corte al gato!—sugirió a los gritos el dueño del auto —Tengo que irme ahora mismo.— ¿¡Cómo voy a cortar al gato pudiendo cortar una goma!? Hay que llamar a un mecánico.— ¡Qué animal!— ¡Es un sádico, habría que cortarlo a él! — ¿Querés ver sangre?… ¡vení que yo te fajo!— ¡Tómese un taxi Balboa, el consorcio se lo paga y nosotros nos ocupamos del auto, después le pasamos la cuenta del mecánico! —fue lo más sensato que propuso otro vecino.— ¡Qué cuenta, salame! ¡Tenés idea de lo que sale esa correa! — argumentó Balboa, cada vez más furioso —. ¡Y ni loco dejo el auto en manos de una manga de cretinos como ustedes!— ¿¡A quién le decís cretino, cobarde!? — ¡Con razón te dejó tu mujer y ahora te tenés que lavar los calzones!

Cuando todos pensábamos que se venían las piñas, apareció al trotecito un mecánico que había ido a buscar La Colorada. En menos de lo que se los cuento cortó la correa con una tenaza de brazos largos, yo tomé al gato herido y mientras reemplazaban la correa, lo revisé sobre otro auto: era una gatita, tenía un corte feo y desgarrado pero no muy profundo, sólo en la piel. Casi no sangraba.Unos puntos de sutura y estaría bien.

Balboa, a unos metros, hablaba por el celular a los gritos, se pasaba las manos por la cabeza, despeinándose y estaba rojo como una remolacha, con aureolas de sudor en varias partes de la camisa. El pobre hombre la estaba pasando mal.-— ¡Inútil!— me gritó cuando lo miré.
— ¡No le haga caso, doctora, usted cure a la gata que yo me hago cargo! — me consoló La Colorada a quien ya se le había secado el pelo. Con la bata y la toalla en el cuello, parecía un boxeador.

Después del caos, el asunto quedó resuelto: la gatita sedada y suturada quedaría en la cochera, al cuidado del portero. El consorcio pagaría mis honorarios y los medicamentos. De pronto, todos quisieron colaborar, aparecieron una manta y un platito con leche para cuando se despertara. Decidieron conservarla para ahuyentar a las lauchas y la bautizaron “Duna”, por la marca del auto.

¡Imaginé la gracia que le iba a causar el nombre a Balboa! Mientras el auto, liberado, salía a toda velocidad despidiendo piedritas grises con las ruedas traseras.
Vaya a saber en venganza por cuáles otros asuntos internos, Balboa fue sentenciado a hacerse cargo de la gata. Lo veía pasar frente a la veterinaria con sachets de leche y alimento para gatos. Me lanzaba miradas furiosas.

Con el tiempo, sucedió lo impensable: Balboa se encariñó con Duna y la subió a su departamento de hombre solo.

Susana cavallero

Divulgadora científica

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