Tengo que hacer tarea pero se me ocurren muchas ideas mejores: comer papas fritas, jugar al ping-pong o prender la tele. En cualquier momento sonará la voz de mi mamá preguntándome si tengo tarea. Va a ser un momento difícil porque, si digo la verdad, la tarde estará totalmente perdida para mis planes más genuinos.
Tomo coraje y voy hacia mi mochila. Y cuando pienso que voy a lograr abrir mis carpetas, la veo a ella.
Ella duerme sobre el respaldo del sillón que está delante de la ventana y también tiene fiaca. No lo dice, claro, pero lo sé con sólo mirarla. Las patas de atrás cuelgan juntitas por fuera del respaldo. Una de sus patas delanteras cuelga estirada y cómoda mientras la otra se flexiona debajo de su mandíbula y le sirve de almohada. Su cabeza y su cuello no conocen tensiones. Sus ojos se cierran con un contacto leve, sus bigotes acompañan la placidez del cuerpo y sus orejas, por un instante, no detectan ratones.
Sigo hacia mi mochila. ¿Me explicarán los libros cómo logra ella esa comodidad infinita en el borde del sillón? ¿Cuándo aprendió mi gata a reconocer y a ocupar los espacios dónde el sol calienta hasta más tarde?
Mis padres y mis maestros insisten con la matemática y las ciencias sociales, pero la próxima vez que me pregunten qué quiero ser cuando sea grande lo voy a contestar sin dudar: “gato, quiero ser un gato”.
Claudia Cid
Narradora