Eran poco más de las cinco de la mañana, cuando miré por el espejo en busca de Otto que viajaba en la caja de la camioneta, atado a su collar y protegido por una cúpula de lona de la tormenta que se abatía sobre nosotros. Estaba oscuro y las gotas contra el vidrio impedían una buena visión entre nosotros. Un auto que pasó de frente iluminó el ambiente. No vi a Otto en su sitio habitual, pero no desperté ni a Valeria ni a Tomás. A poco más de 500 metros se veían las luces de la estación de servicio de Suipacha y allí podría detenerme a chequear. Entré muy rápido y la camioneta se sacudió sobre unos pozos. Me detuve debajo de un techo, bajé y me apresuré hacia la parte trasera de la camioneta. ¡Lo que vi fue aterrador! La cúpula estaba cerrada, la correa atada a la barra antivuelco, el collar cerrado sobre el piso, pero Otto no estaba. Se había desvanecido. -¡Se cayó de la camioneta!-, pensé.
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