Después de un gato viejo y maloliente yo deseaba un caso agradable. El matrimonio de mediana edad llegó con una lindísima bóxer dorada.
— ¿Y esa preciosura dorada, como se llama?
— Negra.
Ese día la vacuné sin problemas y los dueños quedaron contentos de tener una veterinaria de cabecera cerca de su casa. Pocos días más tarde me llamaron para que fuera al domicilio.
— No sabemos qué le pasó, pero no nos animamos a sacarla a la calle: ¡está hecha un monstruo!
Toqué el timbre, desde un jardín trasero llegó la Negra como una tromba, felicísima de verme: “¡Al fin un paciente que no me guarda rencor por los pinchazos!”
Cuando logré que se calmara un poco, comprobé que el labio derecho estaba rígido y tampoco dominaba la lengua y respiraba resoplando trabajosamente. —Debe ser una picadura—arriesgué— Y le inyecté un corticoide. Me despedí asegurando que estaría mejor en dos horas.
A la noche recibí un informe alarmante, al rato de la aplicación había mejorado, volviendo casi a la normalidad, pero ahora estaba peor que antes respirando con dificultad y babeando.
Volví. Esta vez no hubo saludos. La encontré asustada, luchando por respirar. Los dueños desconfiaban de mi diagnóstico, inclinados por la hipótesis de un golpe. — ¡Es tan torpe! Siempre se lleva todo por delante, dice mi hijo que se golpeó la cara con la mesa ratona.
Al revisar el interior de su bocaza llena de saliva viscosa, encontré múltiples manchitas rojas. Eran piquetazos múltiples y cada uno producía una inflamación alrededor del lugar donde el insecto había inoculado su pequeña dosis de veneno. En ese momento, la Negra se levantó y trotó tambaleante hacia el jardín. La seguí y tuve la respuesta y el diagnóstico al mismo tiempo.
El césped estaba surcado por una línea negra que culebreaba hasta las plantas del fondo; la conocida columna de hormigas.
La Negra, resoplando, se abalanzó sobre el caminito de insectos y plantando su lengua ya insensible barrió de un solo lengüetazo medio metro de hormigas.
Era clarísimo que el estado de su cara y la dificultad para respirar eran la consecuencia de las numerosas picaduras. Lo raro es que ella persistiera en su anómala costumbre. La Negra era una reincidente.
— ¡Ah, sí! Siempre se come las hormigas, pero no le pasa nada…— me contestaron con naturalidad los dueños.
Otra dosis de antiinflamatorio y reclusión en el interior fueron las indicaciones esta vez. A la otra mañana me informaron que la Negra ya estaba bien. “Cuidado con las hormigas” les advertí, asegurándoles que eran la causa del problema.
Al mes, estábamos exactamente en la misma situación, la Negra había atacado a la formación de hormigas, a la vista de la gente que tomaba mate. Increíblemente, no se lo habían impedido, más bien se mostraban orgullosos y divertidos de que había barrido mucho más camino de hormigas que la vez anterior. Al rato ya tenía la cara deformada. Sin preocuparse demasiado me llamaron para que le aplicara la mágica inyección.
Esta vez, me explaye en lo peligroso de su conducta y pedí que combatieran las hormigas.
Dos días después recibí un llamado nocturno. Esta vez sí que estaban alarmados; La Negra estaba muy mal. Y no había comido hormigas, con seguridad yo había errado el diagnóstico. Dejaron bien claro que me habían llamado a mí, porque no consiguieron ningún otro veterinario de noche.
Antes, les había parecido cómica la adicción de La Negra, pero desde que yo les había explicado que podía morir, decidieron dar guerra a las hormigas. Así que consultaron en el vivero más cercano qué era lo más letal, efectivo y rápido.
Por supuesto les vendieron todo lo que había en el mercado y ellos lo habían usado. Todo al mismo tiempo. La Negra cooperó alegremente en el operativo exterminio y pasó una mañana muy divertida en el jardín. Durmió su siesta que se extendió más de lo acostumbrado y no se levantó para la cena.
Antes de ir a acostarse y algo extrañados porque seguía durmiendo la zamarrearon un poco para despertarla. Se paró. Caminó dos pasos y se desplomó en medio de convulsiones.
Llegué lo más rápido que pude: ¡estaba intoxicada por los insecticidas!
El matrimonio me miraba sin comprender— ¡Pero si usted misma nos dijo que matáramos a las hormigas!
No era momento de ponerse a discutir, la vida de la perra era mi prioridad. Después del tratamiento de urgencia la Negra reaccionó bien. Tuvo suerte.
Todavía asustada, porque en esos casos nunca hay garantías y un retraso en el tratamiento hace la diferencia entre la vida y la muerte, debo haber sermoneado a los dueños con más severidad de lo conveniente ya que ellos también se enfurecieron conmigo:
— ¡No sé para qué le hicimos caso! ¡Al final, eran mejor las hormigas!
M.V. Susana Cavallero
M.N.6650
Divulgadora científica
Susana cavallero
Divulgadora científica